El 3 de octubre de 2016, durante la Semana de la Moda en París, Kim Kardashian fue víctima de un violento asalto que marcaría un antes y un después en la forma en que las celebridades manejan su seguridad y presencia en redes sociales. Cinco hombres enmascarados, haciéndose pasar por policías, irrumpieron en la residencia privada donde se alojaba y, tras atarla y amordazarla, le robaron joyas valoradas en millones de dólares, incluyendo su icónico anillo de compromiso.
El caso conmocionó al mundo del entretenimiento no solo por su crudeza, sino porque puso en evidencia los riesgos de la sobreexposición digital. Kardashian había compartido en tiempo real su ubicación, el interior de su alojamiento, e incluso sus joyas, a través de sus redes sociales. Para los delincuentes, esa información fue clave para planificar el robo.
Tras el incidente, Kim se retiró temporalmente del ojo público y cambió radicalmente su enfoque hacia las redes sociales. Desde entonces, comenzó a publicar con retraso, evitar mostrar objetos de valor y reforzar su equipo de seguridad. Su experiencia se convirtió en una lección para otras figuras públicas, que empezaron a repensar cómo y cuánto comparten con el mundo.
El caso también provocó conversaciones más amplias sobre los peligros del “sharing” excesivo y la importancia de la privacidad en la era digital, en la que la línea entre lo público y lo privado puede desdibujarse peligrosamente.