Texas, EE.UU. – Mientras delfines nadan frente a las costas del sur de Texas, el rugido de un megacohete Starship retumba en el cielo y sacude los cimientos de Starbase, la nueva ciudad creada por Elon Musk a los pies de la base de lanzamientos de SpaceX, donde naturaleza, industria aeroespacial y controversia se entrelazan.
Erigida en la bahía de Boca Chica, cerca de la frontera con México, Starbase fue concebida como parte del ambicioso plan de Musk de colonizar Marte. Tras una votación popular celebrada en mayo, se convirtió oficialmente en ciudad. Allí, el paisaje combina viviendas prefabricadas en blanco, gris y negro, vehículos eléctricos, infraestructura de alta tecnología y un constante ir y venir de técnicos e ingenieros, bajo la sombra de los imponentes cohetes de SpaceX.
“Es increíble ver una ciudad levantarse alrededor de una base espacial. Me encantaría mudarme y, por qué no, ir a Marte”, comenta Dominick Cárdenas, ingeniero en computación de 21 años, quien acudió para presenciar el vuelo de prueba número 9 de Starship, que terminó en una explosión a finales de mayo.
Sin embargo, el entusiasmo por la exploración espacial contrasta con el rechazo de comunidades locales y organizaciones ambientalistas, que denuncian la transformación del paisaje y el impacto ecológico y cultural del proyecto.
“Esta tierra es sagrada para mi pueblo. SpaceX la está profanando”, afirma Christopher Basaldú, antropólogo sociocultural y miembro de la tribu originaria Carrizo/Comecrudo, una de las voces más críticas frente a la expansión de la empresa en terrenos tradicionalmente vinculados a las comunidades indígenas del sur de Texas.
La ciudad de Starbase, cuyos terrenos son en su mayoría propiedad de SpaceX, alberga a unos 500 residentes, algunos en casas permanentes y otros en viviendas móviles mientras se acelera la construcción. A pesar de su desarrollo acelerado, la zona aún conserva una notable riqueza natural, especialmente en aves y fauna marina, como se observa en los cercanos refugios nacionales de vida silvestre de Laguna Atascosa y el Valle Bajo del Río Grande.
Bekah Hinojosa, de la Red de Justicia Ambiental del Sur de Texas, asegura que la presencia de la compañía en esta área es incompatible con la protección ambiental. “Aquí no deberían estar explotando cohetes cerca de hábitats frágiles y humedales prístinos”, dijo. La playa de Boca Chica, anteriormente un espacio de recreación popular, ahora se cierra recurrentemente durante los vuelos de prueba.
En 2024, la Agencia de Protección Ambiental de EE.UU. sancionó a SpaceX por derrames y descargas ilegales en ecosistemas cercanos al Río Grande. La empresa respondió con una carta de su entonces gerenta general, Kathryn Lueders, comprometiéndose a continuar mitigando su impacto ambiental.
Pese a las sanciones y denuncias, el proyecto avanza. SpaceX ha recibido luz verde de la Administración Federal de Aviación (FAA) para incrementar su frecuencia de lanzamientos de cinco a 25 por año. Además, la compañía planea desarrollar un complejo comercial, RioWest, valorado en 15 millones de dólares, mientras que una planta de gas natural licuado en construcción en la vecina Brownsville podría convertirse en una fuente de combustible para las Starship.
En el fondo de esta historia, dicen los críticos, se libra una lucha profundamente desigual. “Es un David contra Goliat”, resume Hinojosa. “Somos una de las comunidades más pobres del país enfrentándonos al hombre más rico del mundo. Hemos presentado demandas, pero él encuentra la forma de evadirlas. Y sigue avanzando”.
El futuro de Starbase, con sus contrastes entre innovación, poder económico y tensiones sociales, parece tan incierto como el de los vuelos al planeta rojo que Musk tanto anhela.